Apuntes para una teoría del contar

 

por Paco Abril (España)

Los narradores no existen únicamente para decirnos cuentos;
los cuentos existen para decirnos algo de los narradores

G.K. Chesterton

Una vez un relator de historias me comentó que nunca se podría establecer una teoría del contar, porque surgirían tantas teorías como contadores. Dado que este es un argumento muy extendido, puede parecer pretencioso intentar, a contracorriente, meter la mar en una botella tratando de elaborar, aunque solo sea en esbozo, un destilado lógico del contar, unas suposiciones generalizadoras del hecho de narrar, que no deben confundirse con el estilo, único e intransferible, de quien cuenta.

Contar es un acto de apariencia sencilla. Una persona relata algo y otra u otras escuchan. Desde siempre, los seres humanos nos transmitimos historias, leyendas, mitos, sentimientos, conocimientos y pensamientos narrándonoslos unos a otros. Desde que empezamos a hablar no paramos de hacerlo. Como dejó escrito Jerome Brunner, «somos fabricantes de historias», narradores natos. Roland Barthes lo expresó de forma muy clara al principio de su Introducción al análisis estructural de los relatos :

«El relato está presente en todos los tiempos, en todos los lugares, en todas las sociedades. El relato comienza con la historia misma de la humanidad. No hay, ni ha habido jamás en parte alguna, un pueblo sin relatos: todas las clases, todos los grupos humanos tienen sus relatos, y muy a menudo estos relatos son saboreados en común por hombres y mujeres de culturas diversas, incluso opuestas».

Durante siglos, esos «saberes» fueron transmitidos de boca a oreja, como sucedió, por ejemplo, con la Ilíada y la Odisea, «obras primordiales de la imaginación», como las califica Daniel J. Boorstin. Los aedos que las cantaban de un lugar a otro ante audiencias fascinadas, eran auténticas memorias andantes. Ellos, que solo disponían de su voz, consiguieron el milagro de que esas maravillas, elaboradas mucho antes de que se inventara el alfabeto griego, llegaran hasta el siglo donde se concentran los más sofisticados medios de comunicación.

Y poco se ha cambiado en esto, las relaciones humanas siguen, y lo seguirán siendo, una suerte de intercambio de relatos. El acto de contar nos parece tan normal y sencillo como el de respirar. Pero la cuestión encierra un alto grado de complejidad. Se empieza a complicar desde el mismo momento en el que, para que se produzca ese intercambio, debe haber alguien que narre y alguien que escuche, un emisor y un receptor, cimientos básicos sobre los que deberá asentarse cualquier hipótesis sobre el contar.

El concepto de teoría que empleo está relacionada con la etimología de este vocablo. Proviene de palabras griegas que significan «ver, mirar, observar». Significado con plena vigencia, pues eso sigue siendo la teoría, ver y observar, pero mirando con los ojos de la mente o, si se prefiere, con los ojos de la razón. Es un observar que nos lleva a dar cuenta de un determinado fenómeno y a extraer unas consideraciones de aplicación general.

Hay quien piensa que una teoría es un conjunto de postulados cerrados, que es el establecimiento de rígidas leyes inmutables en las que se enclaustra un conocimiento. Considero, sin embargo, que el concepto se ajusta más a los tres noes que Edgar Morin asignaba a este vocablo: «Una teoría no es el conocimiento, permite el conocimiento. Una teoría no es una llegada, es la posibilidad de una partida. Una teoría no es una solución, es la posibilidad de tratar un problema».

 

Empecemos a trazar nuestro esbozo.

Decíamos que narrar, este es el primer postulado de mi hipótesis, requiere de alguien que cuente y de alguien que escuche. Es una relación binaria. El que cuenta es un porteador de historias que traslada a los otros a través de un puente invisible construido con palabras. La solidez del puente no radica solo en las historias que se cuenten, sino en que los oyentes se interesen por ellas. Por eso no se les puede contar cualquier cosa, sino algo que prenda la espita de la atención de quienes escuchan, es decir, algo convincente. Convincente aunque sea fantástico, fabuloso, espectral, quimérico. Así pues, lo que se relate, sea imaginado o real, debe tener una sólida coherencia interna, un imprescindible entramado de credibilidad.

Más aún, el contador tiene que saber, o intuir, lo que el otro quiere, aunque ese otro no lo sepa expresar. Este saber lo sintetiza de manera contundente Eduardo Galeano en un espléndido cuento perteneciente a su no menos espléndido libro Bocas del tiempo que copio aquí:

Enrique Buenaventura estaba bebiendo ron en una taberna de Cali, cuando un desconocido se acercó a la mesa. El hombre se presentó, era de oficio albañil, a sus órdenes, para servirlo:

-- Necesito que me escriba una carta. Una carta de amor.

-- ¿Yo?

-- Me han dicho que usted puede.

Enrique no era especialista, pero hinchó el pecho. El albañil aclaró que él no era analfabeto:

-- Yo puedo escribir. Pero una carta así, no puedo.

-- ¿Y para quién es la carta?

-- Para... ella.

-- ¿Y usted qué quiere decirle?

-- Si lo sé, no le pido.

Enrique se rascó la cabeza. Esa noche, puso manos a la obra. Al día siguiente, el albañil leyó la carta:

-- Eso -- dijo, y le brillaron los ojos -- , eso era. Pero yo no sabía que era eso lo que yo quería decir.

Cuando un niño escucha una historia que le conmueve, le oímos decir también, más con los ojos que con las palabras: «Yo no lo sabía, pero era eso, eso precisamente, lo que yo necesitaba oír». Sin embargo, qué curioso, cuando un relato nos cala en lo más hondo y nos sacude por dentro, lo que yo quiera oír no es lo que me fija en lo que soy, sino lo que me permite ser lo que no soy.

Quien narra de verdad, viaja desde su yo a yoes diferentes. Se sale de sí mismo para ir a un territorio ajeno. No va del yo al yo. No cuenta para su ego, ni para mirarse en los demás, cual si fueran espejos que le devolvieran una aduladora imagen de sí mismo, como un narciso que solo necesitara a los otros para exaltar su figura. Viaja desde su Yo al territorio desconocido del Otro o de los Otros. Pero para ir a ese territorio también quien cuenta debe de tener su capacidad de escucha muy, muy atenta, muy, muy afinada, muy, muy abierta para conseguir captar, como el personaje del cuento de Galeano, eso que los otros, aunque no lo sepan quieren recibir.

El contador, la contadora, en eso se diferencian de un actor o una actriz, no incorporan un personaje diferente para contar. Siempre son él o ella.

El actor representa, da vida a quien encarna , aparenta ser quien no es. Y el espectador asume la convención que muestra la ficción, e incluso juzga si interpreta bien o mal ese papel.

El contador no representa un papel, no hace de alguien, no imita a nadie. Es él mismo. Relata una historia que ha leído, que le han contado, que ha escuchado o que ha imaginado. Por lo tanto, no finge ser quien no es. Detrás de él solo están él y su repertorio de historias.

El repertorio del narrador es su irremplazable equipaje. Puede prescindir de todo lo demás. No precisa vestuario, no necesita decorados ni atrezo, no requiere montajes espectaculares. Lo único que se le pide, aunque después utilice también los artilugios que considere oportunos, es que en su maleta lleve su memoria. En el acierto al escoger sus cuentos estará la clave que le conecte o no con los deseos de quienes lo vayan a escuchar. Con esa recopilación de historias, tratará de levantar el puente de palabras que sirva para pasar de una a otra orilla. Por eso, los contadores tienen que ser muy concienzudos en esa elección fundamental, pues en ella radicará que se consiga esa conexión portentosa con el público. ¿Cómo acertar en esa complicada elección? ¿Cómo llegar a un público, pongamos infantil, valiéndonos solo del instrumento de la palabra? ¿Cómo escoger entre esas miles de fabulosas historias que circulan desde los inicios de la humanidad y a las que cada día se les añaden relatos nuevos?

Permítaseme aportar dos respuestas a este interrogante. Primero, y aunque parezca una contradicción, cada narrador deberá escoger aquellas historias que a él lo emocionen, lo conmuevan, lo satisfagan, lo llenen. Con esos relatos, que convertirá en suyos, compondrá su repertorio. Se nota, ¡y mucho!, cuando un narrador cuenta algo que ha interiorizado y que siente como propio. Esa convicción conduce a la comunicación. ¡Qué diferencia hay con el que cuenta desde la enorme distancia de «esto nada tiene que ver conmigo»!

Y, segundo, para que no nos falle el olfato, deberemos guiarnos, al buscar el repertorio, por lo que un niño pidió un día a su progenitor: «Papá, cuéntame un cuento que tenga y de repente ». Ese «y de repente» quiere decir que disponga de algún ingrediente que conmueva, que tenga emoción, que llegue a lo hondo, que encierre misterio, que contenga algo sustancioso que compartir. Y compartir viene de partir el pan con otro. El pan (el cuento) a com--partir (a partir con) tiene que estar untado con algo nutritivo (con y «de repente»). No es de extrañar que los niños y niñas se nieguen a escuchar historias inanes, que no les dicen nada, que no les llegan. Si un cuento no los hace vibrar en algún sentido, esa historia naufragará. Relatar bien es cautivar. El relator de Narradores de la noche, de Rafik Schami, contaba de esa manera cautivadora: «No solo provocaba tristeza, ira y alegría, también nos hacía sentir el viento, el sol y la lluvia». Y en eso, los contadores, se parecen a los poetas, tal y como los define el escritor guatemalteco Humberto Ak'abal:

«Si en un poema
te ofrecen un vaso de agua
y al leerlo
sentís su frescura,
quien te lo ofrece
se llama
poeta».

Una niña de cuatro años, tras escuchar un cuento insípido, que no le decía nada, preguntó atónita: «¿Ya acabó, y todavía no empezó?».

Otra cuestión de gran enjundia en esta teoría, que siempre ha surgido en todos los cursos que he impartido casi como una petición de auxilio, es la de cómo contar. Aquí es donde el relator del principio me aseguraría que no puede haber una sustancia del contar, un algo que pueda servir para todos los que ejercen este arte. Y, sin embargo, sí lo hay. Ese algo de aplicación universal es muy sencillo, aunque en su sencillez estriba su dificultad. Me lo hizo ver una niña cuando le pidió a su madre: «Mamá, cuéntame un cuento, pero, por favor, cuéntamelo con ganas». La gran escritora Ana María Matute nos contó a mi mujer y a mí una historia parecida de otra niña de cuatro años que le pidió a su madre: «Mamá, cuéntame un cuento con expresiones, viviéndolo». Ese es el axioma básico del cómo contar: hacerlo con ganas, con entusiasmo, con intensa disposición. Eso no quiere decir con aspavientos, gestos excesivos o dando énfasis superlativos a la voz. Solo significa querer salir del yo para transmitir a los otros, con un equipaje de palabras bien hilvanadas, el palpitar de la vida en toda su intensidad.

Como conclusión de este esbozo teórico, me atrevo a extraer cinco características generales que los contadores, sean quienes sean, deberán aplicar para llegar a sus oyentes, sobre todo a los niños. Si no se dan esas características generales se resentirá el puente que se pretende tender hacia ellos.

 

Enuncio esas características de manera sintética:

1.En primerísimo lugar el contador es un escuchador. Y esto no es una contradicción ni tiene que ver con los escuchadores profesionales japoneses 1 . Es alguien, como decía Rodari, que dispone de una oreja verde capaz de oír aquello que los adultos nunca se paran a sentir. Es capaz de oír, sobre todo, «a los niños y a las niñas cuando cuentan cosas que a las orejas maduras les parecen misteriosas». Es capaz de oír lo que los niños quieren, de verdad, sentir.

2. Quien narra es un contador, no un actor ni un declamador. No está representando un papel. Por eso se centrará en lo que cuenta, y en que eso que cuenta suene verdadero. Y deben recordar que los niños y niñas quieren ficciones, no mentiras.

3. Sólo cuando consiga la difícil sencillez de narrar sin alharacas, con el solo recurso de la palabra, podrá recurrir a usar los elementos que considere oportunos para fortalecer sus relatos, nunca al revés.

4. Su repertorio, que deberá sentir como propio, como si formara parte de su vida, se nutrirá de historias, de cuentos, de palabras que contengan el imprescindible ingrediente del «y de repente». Ese principio activo dota a los relatos de aliento vital.

5. Y, por último el contador de cuentos, debe poner la mejor disposición para relatar. Intentará seguir la difícil máxima de los payasos: «Aunque no tengas gana, deberás salir a la pista con ganas, de lo contrario, no salgas». Los niños han sido siempre grandes escuchadores, y lo seguirían siendo si no fuera--
--¡Por culpa de las absorbentes maquinitas! --podría decirme alguien que esté observando lo que escribo.
--No --le respondería--, por culpa de las maquinitas, no, sino por falta de ganas de los adultos de comunicarse con ellos de verdad.
Perdonen la interrupción, pero en el momento en el que los niños perciben que lo que les narran tiene que ver con sus vivencias, y les cuentan historias con ganas, se convierten en los mejores escuchadores que haya habido jamás.

Una recomendación final. Ningún padre ni maestro (entiéndase en masculino y en femenino) debería arredrarse a la hora de contar un cuento por miedo a no acertar. Ellos suelen reunir las cinco características enumeradas sin saberlo. Les animo a superar las reticencias que les impidan desplegar esa enorme capacidad que todos tienen de contar.

----------------

1. En Japón ha surgido la profesión del escuchador . Una persona se coloca en un lugar de la vía pública con un cartel en el que puede leerse: «Yo escucho». Quien lo desee, y totalmente gratis, se sienta a su lado y le cuenta sus cuitas. Y él escucha con total atención lo que la gente le dice.

Enviado por su autor, Paco Abril, a la Red Internacional de Cuentacuentos. Publicado anteriormente en la revista CLIJ nº 243 (2011).

Prohibida su reproducción, total o parcial, sin permiso de su autor Paco Abril y de la revista CLIJ.

Red Internacional de Cuentacuentos :: International Storytelling Network