CONTAR LO QUE SE SIENTE

 

por Edgardo Franzetti (Argentina)

 

Los cuentos se guardan en nuestra memoria cardíaca

Etimológicamente recordar significa volver a pasar por el corazón, y esto confirma la existencia de una memoria cardíaca, la memoria en que se guardan los cuentos.

Cuando escuchamos un cuento resuena inconcientemente (esto es, mágicamente) en alguna campana interna. Las palabras sacuden el badajo de nuestros afectos y el cuento entra directamente al corazón, igual que las flechas de Cupido.

Claro que hay momentos en que nuestras notas transitan por una escala musical ajena a la historia que estamos escuchando. O quizás nuestra juventud (la que conservamos a los 60) está a la espera que transitemos experiencias resonantes con ese cuento: tiempo al tiempo, el tango te espera, decimos en mi país.

En esos casos, cuando la escala musical no está acorde a la historia o la inexperiencia no nos permite ser víctimas de su magia, el cuento espera. Se guarda quietito pero expectante en un lugar del alma y espera. En el preciso instante en que la vida nos coloca en sintonía con el cuento este salta y tras un rápido recorrido por nuestro cerebro se instala definitivamente en nuestra memoria cardíaca.

Es decir, la narración jamás es intelectual, siempre contamos al corazón, siempre escuchamos con el corazón. La narración no es una cátedra de anátomia y de física nuclear. No es la lectura de un listín telefónico o el manual de un radiotelescopio.

La narración es ladrona de sonrisas, reivindicadora de nostalgias. La narración por fin nos quita la calvicie y los kilos, nos recupera la infancia, la inocencia, la verdad.

Por eso es tan importante la verdad, la honestidad del narrador, porque a diferencia de un actor tenemos delante siempre y en todo lugar un grupo de niños dispuestos a escuchar el último cuento de la noche para exorcizar a los fantasmas y dormir sin miedos. Y pregunto yo, queridos amigos, ¿quién se atreve a mentirles a un grupo de niños?

 

EL SECRETO DE NUMUMBA

Nunca supe si realmente se llamaba Numumba. Todo era tan misterioso en él que aún dudo sobre la veracidad de su nombre. Quizás --Numumba-- tenía buen sonido para los oídos turistas.

Lo realmente importante era su secreto, el secreto de Numumba del que todo el mundo hablaba y nadie conocía. Aquel año, tal vez por azahar o tal vez a causa de sus misterios, yo llegué a conocer su secreto.

Vivía yo en Europa y mi situación económica era buena. La clase política y la monárquica me había adoptado como a un animal curioso e inofensivo. Llevaba un tiempo andando por los bares contando historias que sin saber cómo se habían politizado. Así me había convertido en un contestatario de lo instituido y creía estar haciendo la revolución en paz. Mis historias radicales generaban seguidores que se multiplicaban en relación geométrica. Cientos de pequeños burgueses que aprovechaban el sistema para tener mejores autos y mujeres más exuberantes aplaudían mis relatos donde los desprotegidos ganaban batallas y eran compensados y vengados por dioses justicieros, o donde la débil e inteligente liebre vencía al león sin odiarlo, entonces éste reaccionaba cambiando su idiosincrasia y conviviendo en paz con el resto de los animales.

Mis cuentos lograban que el escorpión dejara de serlo, pero no explicaban de qué se alimentaba después de regenerarse.

Estas historias llegaron a oídos de los leones quienes, sabiéndose reyes, en lugar de perseguirme o quitarme del medio comenzaron a contratarme para fiestas y reuniones pagando muy bien mis servicios y sin jamás censurarme. Me había convertido en un mono de circo, y yo sin saberlo.

Fue por aquellos años que conocí a Numumba, cuando acepté la invitación a un safari africano de esos que solía criticar en mis presentaciones, argumentando que se debía conocer lo que se criticaba. Partí hacia el África, en vuelo charteado y bebiendo champaña.

Al hotel donde disfrutaba mi suite vino un secretario negro ofreciendo distintos guías de cacería. Mis anfitriones eligieron a Numumba por ser el más caro y porque aseguraba un safari inolvidable. Solo ponía una condición: nadie llevaría sus propias armas. Cuando se esta acostumbrado a condicionar la condición de condicionado genera enojos y controversias, pero al final la curiosidad supera a las dudas. Además, el mensajero aseguraba que si no quedábamos satisfechos se nos reintegraría la suma total abonada sin descontar los gastos de la excursión. Mis compañeros de viaje sabían muy bien de cláusulas, así que aceptaron calculando que luego de esta experiencia reclamarían lo abonado, no importaba el resultado.

Numumba nos citó a las diez de la noche, contrariamente a lo que sucede en las cacerías, y allí estuvimos todos, a la espera de nuestro guía y de las armas que nos entregaría.

He de reconocer que su aparición fue un tanto decepcionante. Pequeño y enjuto Numumba parecía más un pordiosero que un guía de safari. Vestía una tela de hilo cruzada.

Tenía la piel muy oscura y el pelo blanco. Su aspecto anciano se contraponía con su agilidad. Evitó acercarse y rehusaba la mirada, pero su voz sonaba profunda, grave, segura.

En vehículos apropiados llegamos donde inicia la selva y allí bajamos esperando las armas. Numumba nos explico: --No habrá armas en este safari, caminaremos por la sabana de noche, nos internaremos en la espesura a tientas, y cada cual podrá llevarse lo que quiera, lo que pueda. Si la primer jornada no quedan conformes podrán reclamar su dinero, de lo contrario completaremos nuestro safari--.

Las miradas de desconcierto no se compartieron en la oscuridad y así comenzamos nuestra marcha: el anciano y pequeño Numumba ya se perdía en sabana...

Durante veinte noches recorrimos el más fabuloso mundo que puedan imaginar. Numumba nos relataba todo. Describía la vegetación, nos imitaba el sonido de las hojas bailadas por el viento, de los ríos caudalosos y de los pequeños arroyos. Aquel safari nos mostró bestias magníficas y salvajes atacándonos, apareándose, cazando. Yo fui casi devorado en tres ocasiones y otras dos a punto de ahogarme en un río tormentoso. Conocí de cada animal su grito de guerra, de ternura, de muerte. Sufrí la agonía de los grandes elefantes y de los pequeños escarabajos azulados. Una noche nos sorprendió una tormenta en la que perdimos a tres compañeros que por la mañana aseguraban que nosotros éramos quienes nos habíamos perdido.

Durante veinte días Numumba se mostró receloso a conversar, a mirarnos. Su voz aparecía por la noche y en su garganta África cobraba vida, se mostraba magnífica en su salvaje esplendor. Veinte días que no podré explicar jamás sin empequeñecerlos con el relato.

Terminado el safari Numumba se despidió a la distancia y no supimos mas de él. Ya de regreso, en el hotel, quien había intercedido para contratar a Numumba nos pregunto si habíamos quedado desconformes y queríamos que se nos reintegre el dinero a lo que contestamos que no, que por el contrario queríamos contratar nuevamente a Numumba. El intermediario nos dijo que eso era imposible, y que no lo intentáramos con ofertas mayores porque Numumba no aceptaría.

A la mañana siguiente un tácito pacto de silencio nos agrupaba en el desayuno, náufragos de fantasía por primera vez en veinte días.

Me encontraba caminando en la ciudad, haciendo tiempo hasta que saliera nuestro vuelo cuando un anciano cubierto por una túnica con capucha se me acerco pidiendo limosna. Saqué unas monedas y cuando se las di su voz, dejando caer un --gracias--, inundo la tarde de ríos, de árboles, y se lleno la calle de fieras salvajes. --¡Numumba--, exclamé sorprendido.

El anciano se quito la capucha y allí, por primera vez frente a frente me dijo: --No se puede contar lo que no se puede sentir-- y se alejó con su paso firme y lento.

Nunca más conté historias, no he podido. Jamás supe cual fue la razón por la que aquella tarde me compartió su secreto. ¿Por qué Numumba me habrá elegido a mí? Quizás porque en ese grupo yo era quien más se mentía.

Aquella tarde, cuando Numumba se paró frente a mí y quitó su capucha, descubrió a plena luz su gesto sereno, su sonrisa tranquila y sus ojos ciegos.

 

Enviado para la Red Internacional de Cuentacuentos por su autor, Edgardo Franzetti.

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